Aristóteles mencionó que los objetos gozan de un doble valor: el de uso y el de cambio. Ambos atributos pertenecen al mismo objeto pero sus valores no son necesariamente los mismos. Mientras que el valor de cambio es cuantitativo, es decir medible y preciso, el valor de uso en un objeto es cualitativo y su valuación puede variar tanto que incluso adquiere un valor afectivo puesto que su costo de reposición, que en este caso sería imposible, incrementa enormemente su valor.
Antiguamente, el arte inició, como comenzó el lenguaje, interactuando entre varios y trasmitiendo a los demás una sensación de pertenencia a un grupo. Cada grupo fue creando su propio estilo y gusto y así también nació la arquitectura. Seguramente, mientras los artistas en la antigüedad elaboraban exquisitas obras, las pláticas entre ellos eran exultantes, había tal vez un sabio que los acosaba y que con sapiencia de tiempo los inducía a realizar cada vez mejores piezas. Un maestro, quizá pariente o vecino que logró los basamentos de una escuela cuyas obras trascendieron. Fueron talleres de naturaleza profundamente colectiva para hacer solamente piezas únicas e irrepetibles impregnadas de técnicas trasmitidas a través del tiempo entre generaciones.
Hoy es palpable que los ejecutores de estas piezas no eran simples artesanos; fueron artistas que impregnaron a sus creaciones la enseñanza de esas escuelas. Pero no solamente fue un arte contemplativo como se concibe en los museos, sino un arte útil, lleno de practicidad.
Su belleza es inseparable de su función pero la predilección por lo decorativo es una transgresión a su utilidad original. Son de tal importancia, que en este mundo “punto com” lleno de intangibles y realidad virtual, los objetos únicos se convierten en servidores de paz y armonía, como una permanente reunión de amigos en casa y con un carácter transpersonal que interactúa con las personas y con los espacios que habitan.
Su sentido histórico es invaluable porque son objetos que pueden trasgredir varias generaciones sin que su apariencia se altere, permanecen a través del tiempo.
Son pueblos antiguos que regresan al presente en una constante resurrección sin fronteras.
No existe obsolescencia pues no están sujetos a modas o cánones estéticos sino a una expresión cultural y que contrariamente a los objetos industriales, su extensión en el tiempo va acompañada de un enriquecimiento en su propio valor.
Son objetos que además de su utilización cotidiana provocan contemplación y orgullo de pertenencia. Una perpetua oscilación entre belleza y utilidad; placer y porqué no, también de presunción y de ostentación. Son objetos que adquieren valor por si mismos a través del tiempo y que no requieren de una marca, ni de publicidad para ser valiosos.
Por Cecilio Garza
Fotos cortesía Namuh