Antiguamente, lo exótico era sinónimo de extraño, de extranjero, de impropio. Fue también una aspiración al conocimiento del futuro a través de oráculos, que implicaban misticismo, ambigüedad y obscuridad.
La curiosidad romana por conocer las religiones que imperaban en sus nuevos territorios de conquista provocó un gusto inicial por poseer, en un acto de dominio, a esos extraños ritos considerados salvajes y a los instrumentos que los acompañaban.
Así, con el avance de las civilizaciones en Europa y la conquista de territorios alejados, la curiosidad cultural produjo una ola de obsesión por lo desconocido, para la posesión de objetos distintos y hasta de ingredientes desconocidos para la dieta diaria.
Un ejemplo en la transformación de la vida europea fue el empleo cotidiano de la seda y el algodón en la ropa interior que substituyó a la de lana, que no se secaba rápido y por lo mismo se lavaba poco.
En el inicio del Siglo XIV, lo primero que los conquistadores presentaban a su regreso para su credibilidad y atracción de sus mecenas era lo más extraño, raro y por ello “exótico” que pudieran encontrar en las nuevas tierras exploradas, lo cual poco a poco condujo a la alta sociedad al deseo de posesión y después de presunción de este exotismo. Entre más se rompiera con lo europeo, es decir con lo cotidiano, tanto mejor.
Simultáneamente, el rápido e imprevisto avance del Islam fortalecido por las conquistas del Imperio Otomano dividió aún más al mundo en Oriente y Occidente, provocando una nueva era de exotismo “orientalista”.
Finalmente, durante el apogeo del colonialismo y con la apertura de la Ruta de la Seda desde la antigua Cathay, el placer por lo exótico se fue convirtiendo poco a poco en un gusto de clase cultivada que aderesó y animó lo local, hasta integrarlo en algo considerado perfectamente nacional.
Así puede señalarse primordialmente el caso de España, Gran Bretaña y Francia que adquirieron usos, costumbres, tradiciones y hasta sazones provenientes de sus colonias en Asia y América.
Ya en la historia del arte, el término exotismo fue perfectamente aceptado durante el siglo XIX. Los pintores y literatos miraron hacia Oriente de una manera reverente y ansiosa. París, el centro de la cultura occidental, se volcó en admiración hacia Japón, Indochina, las islas del Pacifico sur y el Maghreb, ejerciendo esa atracción por su abstracción, desconocimiento y sentido fantástico. Lo “salvaje” y extranjero se volvió apropiable.
Se puede concluir que la Era de los Descubrimientos vino a darle más sabor a la vida, al igual que lo ha hecho la globalización actual que ha despertado una posibilidad de inmediatez a lo que antes era casi inalcanzable.
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